Aferrarse a esa imagen del papá, la mamá y los niñitos podrá ser bueno
para vender cereales o detergentes en la televisión. Pero en la vida real, ese
modelo ya no es el único.
Esta semana seguramente las mayorías del Congreso le negarán el voto al
matrimonio igualitario y demostrarán, una vez más, que ese es el país que
tienen en la cabeza: excluyente, de parroquia, troglodita. ¿Será que merecemos
un Congreso que deja los derechos de los colombianos a merced de las iglesias?
¿Qué les permite a estas extender sus prejuicios y prohibiciones más allá de
sus templos y convertirlos en norma social?
Nada más arbitrario. Allá las congregaciones religiosas si les prohíben
la homosexualidad a sus adeptos, si se niegan a casarlos con sus ritos, o los
esconden en el clóset de sus capillas. Pero que no impongan sus prejuicios en
una discusión política que se da en un Estado laico. Y que debería ser un
debate ilustrado, y no una sarta de frases lamentables como las que se escuchan
en estos días. Expresiones del tenor de que “hay una dictadura de la
diversidad sexual” o aquellas en las que trata a los homosexuales como
depravados o enfermos, dan cuenta del nivel en que estamos.
El matrimonio es como la democracia: un sistema imperfecto al que no le
han encontrado un remplazo mejor. Y la gente, toda, tiene derecho a usarlo si
quiere. La pregunta no es si uno está de acuerdo con que los homosexuales
puedan casarse, la pregunta es si uno está de acuerdo con que las libertades y
los derechos sean para todos los ciudadanos de este país.
No es un problema de minorías. Se trata de reconocer que la
sociedad está cambiando a pasos agigantados y que las leyes deben reflejar esos
cambios. Por el lado de la identidad sexual y de los géneros se está
produciendo una revolución en el mundo entero. No en vano este asunto del
matrimonio igualitario es el que ha marcado la diferencia entre derechas e
izquierdas en países como Francia, Uruguay y Argentina, que ya lo han
aprobado.
En Estados Unidos ha sido uno de los grandes temas de la política en
estos meses. El país está pendiente del Tribunal Supremo que tiene en sus manos
la derogatoria de la ley que impide que las uniones homosexuales sean reconocidas
a nivel federal. El propio Bill Clinton, que firmó esa ley en 1996, dice que
eso ocurrió en “un tiempo muy distinto” y que se debe revocar porque es
incompatible con los principios de libertad e igualdad de la Constitución de su
país.
Pero aquí las mayorías del Congreso prefieren meter la cabeza en la
arena, como el avestruz, e ignorar que sociológicamente, ya cada vez nos
parecemos menos a la sagrada familia. Aferrarse a esa imagen del papá, la mamá
y los niñitos podrá ser bueno para vender cereales o detergentes en la
televisión, pero en la vida real, ese modelo ya no es el único. “El
modelito se les quebró”, dijo Marta Lucía Cuéllar, madre de un homosexual, que
salió a defender los derechos de su hijo esta semana ante un Congreso sordo.
Basta bajarse de la “burbuja” y tomarle el pulso a una sociedad plural,
como por fortuna es la nuestra, para encontrar personas solas que adoptan
niños, parejas que se han negado a la procreación, y miles de mujeres que son
padre y madre a la vez. Y claro, parejas homosexuales, y heterosexuales. Todas
son familias a su manera, y ninguna es obligatoria, que yo sepa. Por lo tanto,
¿por qué una de ellas debe ser negada? Que dos personas de un mismo sexo se
unan en matrimonio no es una amenaza para nada, para nadie.
Aun así, el Gobierno, que pregona la construcción de un país justo y
moderno, dejó a su suerte este proyecto. A su mala suerte, para ser precisos.
Porque se necesita mucha saña para que los únicos que defiendan abiertamente la
iniciativa sean los liberales; los mismos que ayudaron a elegir al procurador
Alejandro Ordoñez, enemigo declarado del matrimonio igualitario.
Claro que con ley o sin ley, la gente irá a las notarías y se harán
pareja de manera solemne. Pero el mensaje político que dejan los congresistas
es lamentable. Es de discriminación. Y deja claro una vez más que tenemos
un Congreso de ayer, que legisla para el pasado.
¿No merecemos algo mejor?
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