“Ver el mundo en blanco y negro nos aleja de la moderación y de la paz interior porque la vida, por donde se mira, está compuesta de matices.

Querer imponer al universo nuestra primitiva mentalidad binaria no deja de ser un acto de arrogancia y estupidez.”

Walter Riso.

martes, 17 de junio de 2014

Amor entre varones.


Cuando dos varones hacemos el amor encontramos lo diferente en lo mismo. Mejor dicho: si somos sutiles podemos ver que lo mismo es diferente. Lo mismo y lo diferente a la vez. Hacer el amor con los muchachos es no someterse a un fragmento de deseo: lo quiero todo. Bruce Willis, no como aparece en ese relevo del catecismo que son las películas de amor, sino en la cama con Mel Gibson; Matt Damon con Ben Affleck; Brad Pitt con Edward Norton: fantasías eróticas de un hombre que gusta de hombres, pero también una buena imagen sensible de lo que es amor viril. Tetillas, pelos, muslos y olores masculinos se entremezclan en una especie de lucha tierna o de feroz afecto: hay una fuerza en esas relaciones que ningún teleteatro logrará sacar a la luz.
Dos hombres se miran. Los juegos de la mirada erótica masculina son ya una sexualidad por otros medios. Mirar al otro a los ojos. Mirarle ahí y subir los ojos para que el otro vea mi sonrisa y me sonría contento porque festejo su virilidad. Mirar que me miran. A veces se cuela una mujer en los juegos masculinos de la mirada: es verano y estoy en la puerta de Alto Palermo; miro a un chico hermoso, musculosa y bermudas, que mira a una chica; veo a esa mujer porque dirijo mis ojos hacia donde mira él. El círculo se cierra –muchas veces se cierra–: ella me mira y hace que él dirija su mirada hacia mí. El me sonríe, pícaro; ella sigue su camino: no vio nada.
Cuando hago el amor con otro varón no me olvido de mí; siento más intensamente mi cuerpo. Un cuerpo que tiembla desde la cabeza a los pies; que goza en cada una de sus células. El caleidoscopio de sensaciones que puede experimentar un cuerpo cuando la recorre una lengua experta es casi infinito. Igualmente poderoso es el arcoíris complementario: esas sensaciones inéditas que se sienten como martillos en el cerebro cuando la lengua propia es la que estimula el cuerpo del otro para que estalle ese caleidoscopio.
Vivir el sexo como una fatalidad, como un mandato (al que se cumple o se escapa): eso es el cristianismo. Vivir el sexo como una posibilidad creadora: ahí está el artista. No se trata de ninguna “liberación”, sino de inventar placeres nuevos.
El deseo se manifiesta en los intersticios: me seduce la piel que brilla entre los bordes de la camisa abierta. Esos caprichos de la piel que sólo tienen sentido para mí. El cuerpo se ilumina en sus rincones secretos. La piel es lo más profundo que tenemos. Es una superficie maravillosa que es diferente en cada hombre. Alberto, un pelirrojo de mejillas coloradas, tiene una piel tan suave que podría protagonizar un aviso de talco para niños. Oscar tiene poros tan profundos y tan marcados, especialmente en la espalda, que parece una pieza de cerámica, de esas que hacen en los talleres que abundan en Barrio Norte. Jorge huele a lluvia con sudor suave. El todo termina reduciéndose a un fragmento, el que no se diluye en el olvido final. El fragmento que siempre fue lo esencial: el que brillaba.
Desde la noche de los tiempos hasta el siglo IV de nuestra era, en las culturas que conforman lo que llamamos Occidente no se conoció otro arte de la galantería que no fuese entre varones. Toda la creatividad sentimental y erótica –incluso sexual, pero no predominantemente sexual– estaba puesta al servicio de la seducción de otro varón, por lo general más joven. No había rito de iniciación viril que no implicase relaciones sexuales y sentimentales entre el iniciado y el iniciador: ambos varones. La bibliografía académica es tan abundante como poco difundida. Los libros de divulgación histórica por lo general se autocensuran. Hay manuales que desmienten lo que afirman las mismas investigaciones en las que se basan: que en la mayoría de los pueblos indoeuropeos fuesen populares las relaciones sexuales entre los varones. Según los manuales, lo que cuentan los textos originales fue mal leído; apenas si se trataba de “ritos2 o “simulacros”.
Las traducciones de los textos griegos clásicos –incluso muchas de las más “confiables” realizadas hace pocos años, ni hablar de las que circulaban en Oxford en la época victoriana– suelen escamotear lo que, con un eufemismo de mal gusto, llaman “el amor griego”. No alcanza con condenar el amor entre varones; hay que negarlo, volverlo invisible. La operación no es inocente: la sexualidad entre varones de los últimos mil quinientos años tuvo que organizarse en torno de esa violencia.
Querelle, la película póstuma de Fassbinder, la película basada en una de las novelas de Jean Genet, es el poema del amor viril. Un mundo de varones, sin mujeres. Mejor aún, una sola mujer, Jeanne Moreau, la dueña de ese prostíbulo sin clientes, está allí para representar la única mujer posible en un mundo varonil. Tiene algo de madre vencida, de esposa traicionada, de vieja bruja, de prostituta descartada, casi virginal. Ella parece entender: canta monótona y reiteradamente los primeros versos de La balada de la cárcel de Reading, de Oscar Wilde. “Uno siempre mata lo que ama. . . el cobarde con un beso, el valiente con su espada.”
Oler el cuerpo de un hombre. No hay perfume que me resulte más exquisito que el del cuerpo amado unas seis horas después del baño un día templado de otoño. Pero nunca hay un mismo día templado de otoño ni un mismo amado: porque hasta el “mismo amado” cambia de otoño a otoño. Y el mismo otoño tiene el color de nuestro capricho.
Descubrir las imperfecciones es desear la humanización de los cuerpos. Uno de los momentos más intensos cuando hago el amor con otro varón es el segundo en el que se produce la caída en la carne, la expulsión del Paraíso: en ese instante, nadie –ni los dioses del gym ni los muchachos que un dios amoroso nos envía para que pueblen nuestros más dulces sueños– puede ocultar sus pequeñas miserias (por ejemplo, esos granitos en las nalgas). Esa imperfección los completa, los mejora.
En el catecismo de la barrita de la esquina el erotismo está reducido a la sexualidad y la sexualidad se resume en los órganos genitales. La mojigata cruzada liberalizadora de los 60 apenas si aceptó los llamados juegos sexuales –caricias masturbatorias, besos en zonas menos santas que los labios de la boca– como una forma de “prólogo” para lo que seguía pareciendo verdaderamente importante: la penetración. Y, sin embargo, aquí estoy yo sintiendo que el erotismo pone en juego todo mi cuerpo. Ya desde mi primera eyaculación descubrí que no hay órganos genitales ni zonas erógenas claramente delimitadas: todo mi cuerpo es erógeno con concentraciones azarosas de energía erótica.
Los romanos creían que aquellos que eran penetrados o que practicaban el sexo oral a otra persona no gozaban. Era la idea de ponerse al servicio del placer del otro la que desvalorizaba esas prácticas. Por lo tanto, era socialmente reprobable que alguien que era poderoso se “rebajase” en sus encuentros sexuales. Era mal visto el varón adulto, libre y rico que se hacía penetrar por uno más joven o de menor status social. Pero nadie censuraba (era absolutamente normal en términos romanos) que la situación fuese la inversa: que el más poderoso “gozase” al más débil.
Por eso, para los varones romanos no había costumbre sexual más reprobable que el practicarle sexo oral a una mujer. Si había testigos de que un noble o un hombre rico habían cometido semejante acto, se solía llevarlo al tribunal y este lo declaraba incapaz de manejar sus bienes. Un varón que se “rebajaba” a semejante cosa ya había “perdido el juicio” antes de ir a juicio.
Un flash: mi primera visita a un sauna gay, en Río de Janeiro. Unos cien hombres que vagan por pasillos, cámaras oscuras, salones “de descanso”. Hay decenas de hombres que entran y salen de la sala de vapor, del sauna seco, que nadan desnudos en la pileta enorme: todo es masculino hasta el límite de lo grotesco. Parece una historieta de Tom de Finlandia: un mundo sin mujeres, sin un solo gesto femenino. No es un espacio cristiano: los hombres no están en el sauna para reproducir nada (ni gente ni relaciones sociales ni ideología), sino para producir, para crear nuevas formas de encuentro, nuevas relaciones. Es un espacio pagano: los convoca el placer, la alegría de estar vivos. En el sauna –a primera vista, una especie de paraíso del sexo– surge la posibilidad de desexualizar el placer. Por saturación, por experimentación, por potencia creativa, el placer deja de ser nada más que sexual. Un flash.
Nunca supe lo que era la proclamada pérdida del sentido que ensalzaron los románticos. No sé qué puede ser un desmayo amoroso, no padecí ningún olvido del ser ni alcancé el nirvana o cualquier sucedáneo místico a través del sexo. Siempre gozar con otro, gozar haciendo gozar a otro fue, para mí, una extrema conciencia de los cuerpos: del mío, pero por sobre todo del otro. Hacer el amor es, para mí, una forma irreemplazable de conocimiento. Si hay un desmayo es el de las convenciones, de aquello que creía saber antes de hacer el amor. Lo que descubro ahí no lo puedo aprender de ninguna otra forma.
Una de las operaciones más exitosas en la constitución del horror fascinado por el amor viril es la identificación de este amor con los rasgos más caricaturescos del afeminamiento. Me acosté con varones que temían, cuando eran niños, convertirse en la loca del barrio. Todos nosotros creímos, cuando descubríamos el secreto, que nuestros días futuros estaban condenados a pasar desfilando por la avenida con ese aire lánguido, esos ojos desorbitados y esos labios fruncidos que sólo saben ofrecer las más jugadas de las viejas locas de barrio. Esas locas que sólo salen tocadas con una capelina verde manzana y que para los pañuelos de seda que se ponen en el cuello no conocen otro color que no sea el rosa Dior.
Entre los hombres con los que tuve sexo, no hay ninguno que no sea macho: me interesan los hombres viriles. En los lugares en los que el sexo florece: ahí sólo varones. Me he acostado con tantos maridos que llegué a sospechar que el matrimonio cristiano es una especie de test obligatorio para habilitar el sexo entre varones. Recuerdo a un tipo que me levanté un domingo de octubre a la mañana. Era dulce y zafado a la vez: hacía el amor con desesperación. Estábamos fumando en la cama cuando sonaron las campanas de una iglesia cercana: era mediodía. Lo invité a almorzar a un restaurante cercano al que iba a menudo. “Lo lamento”, me dijo, “me tengo que ir ya; debo comer con mi familia; hoy mi mujer festeja su primer Día de la Madre: en abril tuvimos una nena hermosa.”
Desde niño supe que me atraía exclusivamente la virilidad: los rituales de la construcción del macho, ese travestismo invisible. No me atraen las locas explícitas, ni nada que se parezca, aunque sea muy levemente, a una mujer. Por eso no me gustan los varones melindrosos que ocupan posiciones socialmente altas. No soporto a los diplomáticos ni a los eclesiásticos. Son demasiado femeninos para mí.
Todos los niños teníamos terror de convertirnos en la loca del barrio, pero eso no nos privaba de nuestros juegos eróticos, de esa sexualidad desenfrenada que sólo se puede tener de niño o de adolescente: nunca me fue más fácil relacionarme sexualmente con varones que en los últimos años del primario y durante todo el secundario. La infancia porteña de hace 30 o 40 años era espléndida: los niños jugábamos en la calle averiguando qué maravillas nos esperaban. Las descubríamos sin maestro. Los barrios de Buenos Aires son aún un paraíso de bolsillo para los jóvenes que se acuestan con sus amigos. “Es la ciudad más homosexual de Occidente” (me lo dijo por primera vez un carioca insaciable y me lo confirmaron neoyorquinos expertos y romanos que estaban de vuelta de todo). Buenos Aires, la ciudad que tiene un obelisco como metáfora.
¿Quién es gay? Casi nadie, si uno da crédito a las revistas dominicales o a la imagen que tienen de ellos mismos los que se acuestan con varones. En las encuestas sobre sexualidad sólo dicen pertenecer a las categorías socialmente rechazadas los más valientes de los militantes sexuales: darle crédito a una encuesta sobre homosexualidad es enterarse de cuántos militantes hay, no de cuántos hombres se acuestan con hombres. ¿Qué muchacho “decente” le confesaría a una encuestadora que acaba de masturbar a un desconocido en la ducha del gimnasio? Hacer el amor entre varones incluye el no contárselo a cualquiera: el silencio es parte del erotismo. La inversa del machismo: esa sexualidad en la que acostarse con una mujer es la excusa para tener algo que contar (aun­que nunca contarlo tal como fue).
Eran nuestras primeras eyaculaciones y todos los chicos del barrio no nos queríamos perder las primicias. Casi todos los días nos reuníamos varios –nunca menos de tres o cuatro, a veces éramos unos 10– a masturbarnos juntos. Así fuimos descubriendo caricias, penetraciones y demás combinaciones que fueron mi dote para el resto de la vida. Había algunas normas: entre chicos no había que besarse, eso era mariconería. Pero, quizá porque la prohibido está para ser violado, más de uno terminaba besándose. Paradójicamente, yo, la más loca cuando niño, la que estaba destinada a la capelina y los escupitajos, yo era el más remiso a los besos. Sin embargo, me era casi imposible negarme: el jefe de nuestra banda no podía besar otros labios que los míos. El círculo siempre fatalmente se cierra: él y yo entendíamos todo.
“En este país, para ser homosexual hay que tener pelotas”, decía una pintada militante de los primeros meses de la democracia. Un ocurrente de barrio había agregado: “Y culo”. Las pelotas y el culo: ahí se resume todo el imaginario que gira en torno del amor de los muchachos. Para mucha gente, de lo que se trata cuando dos hombres hacen el amor, es de ponerla. El sexo entre varones es visto como una agresión.
A partir del siglo XIII, que es el momento en el que el cristianismo condenó las relaciones sexuales entre varones como el pecado más abyecto –hasta ese momento el peor pecado sexual radicaba en el adulterio–, mantener este tipo de relación se convirtió en algo extremadamente peligroso: se podía terminar en la hoguera por una simple denuncia. Aunque a primera vista parezca paradójico, esta represión acentuó el carácter sexual del amor entre varones. Como en cada encuentro uno se jugaba la vida, la circulación erótica se hizo extremadamente eficaz, no era cuestión de convertirse en sospechoso. Reconocer con un solo golpe de vista el deseo del otro e inmediatamente consumar el acto sexual de la manera más rápida y segura posible. Esa fue la forma en que pudo sobrevivir el amor a los muchachos en un mundo atroz: el mundo en el que reinaba la Inquisición y en el que la miseria y las pestes diezmaban a los que escapaban de la furia eclesiástica.
Pero no había paradoja: la sexualización de la vida es la operación más exitosa que ha llevado adelante la cultura cristiana contra la alegría de vivir. A través del sexo nos convertimos en esclavos. La sexualización absoluta de las relaciones eróticas entre varones fue admitida porque constituyó, mediante un proceso que llevó siglos, a los homosexuales, ese grupo capaz de cargar sobre sí todos los estigmas del mal.
Acaba de morir el generalísimo Franco y mi amigo Moreira está viviendo en España. Llega una de las tantas argentinas exiliadas y él la hace pasar por su mujer para que la acepten en el edificio en el que vive. Una noche, ella llega acompañada de un galán que ha conocido en un tablao: los dos están encendidos por el deseo. El alcohol aumenta la pasión. Llegan al pequeñísimo departamento en el que ella vive con Moreira y descubren que él llegó antes con su chico y está en plena fiesta: no pueden entrar. Tampoco pueden esperar: la amiga argentina y el amigo del tablao se aman en la escalera. Los gritos y susurros despiertan al portero aún franquista. Escandalizado y admonitorio, el portero la amenaza con denunciarla ante su “marido”. Ella ríe y sigue gozando. El portero franquista lo va a ver a Moreira, que le abre molesto por la nueva interrupción. “Lamento decirle –dice el portero– que su mujer está en la escalera con otro hombre.” Algo le parece raro al portero: Moreira está desnudo, en la cama hay un chaval desnudo. Moreira le responde: “Ella es libre de hacer lo que quiera” y cierra la puerta. El portero descubrió esa noche que hay algo peor para un franquista que la infidelidad conyugal: el amor a los muchachos. Moreira –una escena de Almodóvar, pero en la realidad– es parte de los argentinos que ayudaron a modernizar España a través del amor.
Vemos un programa de TV. Aparece una travesti española muy famosa. Mi acompañante es un estudiante del interior que cursa Comercio Internacional en la UADE. Me dice que esa “mujer” es su tipo. Cuando le digo que es una travesti casi se desmaya. Se siente estafado. Dice: “Deberían matar a todos los putos” (no se caracteriza por la originalidad). Le pregunto si me mataría (él ya sabía). “Quizás exagero, estoy muy tenso”, agrega. Le hago un masaje, la vieja treta. Es tan lindo que duele mirarlo: se parece a la felicidad. Esa noche entendió por qué no había que matar a los putos. Nadie debería ser educado para escupirse a sí mismo.
Niños de la calle: un estilo de afecto viril. Pasolini es el poeta del amor a los muchachos de la calle, no tanto por su juventud como por su origen marginal, rayano en la delincuencia. Ese amor por un tipo de hombre que ya no existía lo llevó a irse cada vez más lejos del centro cultural europeo. Primero fueron los yires debajo de los puentes de Roma, la sexualidad neorrealista. Después se trasladó a los suburbios fabriles, a esos descampados en los que, entre las montañas de basura, encontraba ladronzuelos ocasionales, jóvenes eternamente desocupados que estaban más interesados en lo que se iban a comprar con las monedas que le sacaban que en ese poeta friulano del que no sabían nada más que era un cliente, un “punto”. Pero que cuando reían iluminaban el mundo. Más tarde fue a los países pobres a buscar una pureza que no es de este mundo. Pasolini es el poeta de la intensidad: su obra tanto como su vida dan testimonio de ello. Murió como vivió, porque vivió arriesgándose en cada encuentro, en cada verso. Su asesinato fue la primera piedra poderosa que el odio de la muerte lanzó contra la liberalización de la vida. Una vida que empezaba a florecer después de un siglo y medio de censura moral. Esa piedra dio en el blanco cinco años antes de que estallara la gran catástrofe: el sida.
Soy un niño de Palermo que acompaña a su abuela Angela al velorio de una vecina; se murió doña Ema. Estamos a fines de los 60. Apenas llegamos veo que entra el hombre más hermoso que yo pudiera imaginar con mi ya desbocada imaginación de ocho o nueve años: es el nieto de la difunta (nunca supe su nombre, era El Innombrable). Otra vecina le dice a mi abuela: “Qué desperdicio, Angela; tan buen mozo y no le gustan las mujeres”. Mi abuela respondió: “No es un desperdicio, ¿o usted creía que la iba a cortejar? Siempre es bueno que haya uno en la familia, si no, ¿quién cuidaría de los viejos?” Sentí terror: sin que lo supiera me habían reservado un lugar en la economía familiar.
Michel Foucault fue un homosexual culposo, muy reprimido hasta que descubrió los saunas californianos. El sauna constituyó un espacio de fantasía: entre sus muros era posible encontrar todos los tipos de varones que la naturaleza ha creado y era posible también hacer con ellos todo lo que se desease. Los límites eran pocos. No se trataba tanto de limitar algún tipo de prácticas sexuales –siempre había un sauna que tenía una cámara más íntima para hacer cualquier cosa– ni tampoco el problema era que uno no encontrase partenaire (o grupo de partenaires) que estuviese dispuesto a compartir su juego –siempre había muchos dispuestos para cualquier cosa, doy fe–. Los límites del sauna tenían que ver con el anonimato: aunque a veces se lo violaba (solía haber hombres que querían encontrarse con otros fuera del sauna, tener con ellos otro tipo de relaciones), la norma era el anonimato total. El anonimato era esencial para garantizar lo que el sauna ofrecía: sexo puro, no contaminado por nada. En medio de las barrocas contradanzas que se llevaban a cabo en ese laberinto de cámaras caldeadas y húmedas, Foucault descubrió el sadomasoquismo.
Los sadomasoquistas pesados son una minoría –incluso hasta los que posan de sadomasoquistas son bastante pocos–. Foucault encontró en el juego violento del amo y del esclavo una forma de superar la contradicción sociosexual del activo y el pasivo: en el sadomasoquismo los roles suelen ser rotativos o, al menos, el amo depende tanto del esclavo como este de aquel, hay un espacio en el que se borran las diferencias instauradas por ese “quién domina a quién “. Foucault también dijo que descubrió “en su cuerpo” que el dolor físico era una instancia más profunda del goce. Todo lo que había pensado hasta entonces se iluminó cuando empezó a dedicarse al sadomasoquismo. (Es sugestivo que en los estudios académicos –especialmente en la Argentina– se lea a Foucault separado de su práctica sexual. Los profesores de filosofía foucaultianos se agarran, como cristianos del Evangelio, de una admonición del maestro: no leer una obra como reflejo de una vida. Sin embargo, Foucault no dijo que proponía que dejaran de pensar; hay formas más sutiles de relacionar vida y obra que la frigidez.)
En 13/20, una revista que estaba dedicada a adolescentes, yo solía leer el consultorio en el que uno de esos “especialistas argentinos” respondía dudas de los púberes sobre sexo. Los chicos escribían cartas cargadas de un infinito pudor, de un temor terrible porque no tenían a nadie entre sus relaciones a quién consultar. A los que preguntaban si estaba bien debutar con una prostituta o con una chica a la que no quisieran, el especialista les recomendaba que lo “mejor” era con alguien que uno amara. Les “informaba” que se podía tener sexo sin amor, pero que no era muy satisfactorio. Yo no sé si pudo sobrevivir alguno de los chicos que dirigían sus preguntas a ese consultorio porque “temían” ser homosexuales y no encontraban ninguna respuesta satisfactoria. Hay que tener un corazón de fuego que hiele a todos de espanto para ser capaz de soportar tanta agresión.
En las tristes páginas que los manuales escolares dedican a la educación sexual lo que se les informa a los chicos es cómo se produce un embarazo (ni siquiera cómo se lo previene). Reproducción, deseo y amor celestial: armas para convertir a un niño en un marido. El sexo diseñado para los machos en la Argentina no tiene nada que ver con el placer: es pura obligación.
La amistad antigua fue la más creativa forma de encuentro entre varones. La amistad conjugaba afecto y erotismo: amores intensos. Permitía alianzas poderosas. De la amistad nacieron nuevas formas de reinventar la vida. Por eso la amistad ha sido tan perseguida desde la Revolución Industrial: desde que el poder ha transformado a la vida en un deber, el placer es acorralado (la única forma de erotismo admitida es la sexualidad, el placer esclavizante).
La amistad antigua –que hasta el siglo XVIII permitía expresar públicamente el amor a los muchachos– se fue apagando y transformándose en el fantasma insepulto de lo que había sido. Además quedó confinada a unos pocos ámbitos (las alianzas secretas que funcionan dentro de las instituciones masculinas y que resultan incomprensibles fuera de ellas, las cofradías barriales, laborales, estudiantiles) y algunos momentos precisos en la vida de los hombres: mientras permanecen solteros o separados (los hombres casados son “amigos” de otras parejas). Pero aun así sigue cargada de potencia creadora: es una fuente de donde puede brotar el amor en medio del deber.
Foucault creía que en el futuro la amistad podría llegar a ser una estrategia para escapar de la sexualización, para reinventar la vida. Para mí, la amistad es la apuesta a la celebración del mundo. Un amor no cristiano.
Platón tenía razón: la belleza es la imagen sensible de la sabiduría. Es por medio del amor a los cuerpos bellos que alcanzamos a entender algo. Si no pudiésemos contemplar a los muchachos de los gimnasios atenienses, viviríamos en la bruma de la ignorancia hasta la muerte. Pero mi deseo no se alimenta sólo de hombres bellos: a mí me gustan todos. Soy como Dios (al menos, como un dios griego que ama el lado viril del universo): veo en cada cosa aquello que puede salvarla.
Conocí el encuentro furtivo, en el baldío barrial, en el zaguán de Palermo Viejo, en las escaleras de un edificio de oficinas, en un par de ascensores y en algunos baños públicos –no en muchos porque no es mi estilo–. Conocí relaciones que duraban horas, días erectos, una especie de tantra-yoga autodidacta. Conocí todos los secretos del amor sofisticado, austrohúngaro, de ese erotismo que creo que Tom Cruise también conoce (al menos por su actuación en Ojos bien cerrados, donde se lanza a la búsqueda de perversiones que ni él mismo sospecha).
La belleza me convoca con tanta fuerza que me deja exhausto; llega a dolerme. Como dice Lucrecio que le pasa al sediento en un sueño, que por más que beba de una fuente inagotable la sed no cesa, así de desamparado me siento frente a la belleza: deseo incorporarla, participar de ella. El verano es atroz, los cuerpos semidesnudos pueblan las calles, las plazas, las playas. Esos ojos hermosos, ese lunar en el hombro, ese pecho sólido: la juventud hermosa tiene privilegios que ninguna ley puede acotar. Por suerte, existe la voz: no sólo en las banalidades del discurso hay un espacio para calmar el deseo, sino también en los tonos. A veces un tono me salvó de morir de belleza.
Estoy esperando un colectivo y veo cruzar a un muchacho. Lo miro y no lo creo: es perfecto. Se para al lado mío. Lo siento ahí. No hace falta mirarlo para sufrirlo. El ni se da cuenta de nada: los jóvenes bellos viven en una especie de limbo del que se despiertan ya viejos y cansados (a los baby-face les va peor: después de los 40 todos se transforman en la abuela de Caperucita Roja: Paul McCartney, por ejemplo). El colectivo tarda y yo giro cada tanto la cabeza para verlo y vuelve a agitarse mi respiración. De pronto saca el teléfono celular de su cintura y llama a alguien. Tiene una voz que me recuerda a la de Niní Marshall cuando interpretaba a Catita. Esa voz lo vuelve terrenal, tan terrenal que se transforma en barro. (Recuerdo un verso profético de Baudelaire: “Sé bella y cállate”.)
Lutero tenía razón: la única manera de alejar el pecado es entregándose íntegramente a él. Peca fortiter (peca con fuerza, en latín). El deseo es terrible; su agitada luz nos convoca con una potencia que estremece. Hay veces que deseamos no desear, pero estamos condenados a vivir (a desear). En la primavera democrática del 84 al 86 hice el amor varias veces al día, casi cada día: en esos más de mil días conocí también a más de mil hombres. Apenas salía a la calle aparecía una nueva oportuni­dad erótica irrechazable. Y yo no la rechazaba. La carne es débil.
Era un vértigo como no recuerdo otro (sólo comparable con los recorridos por los saunas brasileños de la época anterior al estallido del sida). De tanto hacer el amor, llegó un momento en que empecé a sentirme vacío. Alcancé un estado que creía imposible: el deseo no desapareció, pero dejó de desear, de herirme con sus urgencias. Era una experiencia extraña, parecida a la que los budistas adjudican al Nirvana: ese fin del deseo que es necesario para acceder a la iluminación, al estado perfecto. Pero no era un Nirvana real, completo ni permanente. Era un Nirvana de bolsillo, portátil, que duró mientras hubo saciedad sexual. Apenas el aleteo de una mariposa.
Fue un momento maravilloso, quizá irrepetible, en el que no hacía falta que nada tuviera sentido. Fue una época celestial: yo sentí que me había liberado de ese deseo perverso que nos lleva a obligar al mundo a nos dé una excusa para que nos dignemos vivir. Ese vacío que alcancé gracias al placer sexual no fue una experiencia nihilista: fue el instante de la lucidez.
(Esta nota fue publicad por la revista Latido hace casi 15 años) 

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Religión, Homosexualidad y Activismo

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