Cuando dos
varones hacemos el amor encontramos lo diferente en lo mismo. Mejor dicho: si
somos sutiles podemos ver que lo mismo es diferente. Lo mismo y lo diferente a
la vez. Hacer el amor con los muchachos es no someterse a un fragmento de
deseo: lo quiero todo. Bruce Willis, no como aparece en ese relevo del
catecismo que son las películas de amor, sino en la cama con Mel Gibson; Matt
Damon con Ben Affleck; Brad Pitt con Edward Norton: fantasías eróticas de un
hombre que gusta de hombres, pero también una buena imagen sensible de lo que
es amor viril. Tetillas, pelos, muslos y olores masculinos se entremezclan en
una especie de lucha tierna o de feroz afecto: hay una fuerza en esas
relaciones que ningún teleteatro logrará sacar a la luz.
Dos hombres se miran. Los juegos de la
mirada erótica masculina son ya una sexualidad por otros medios. Mirar al otro
a los ojos. Mirarle ahí y subir los ojos para que el otro vea mi sonrisa y me
sonría contento porque festejo su virilidad. Mirar que me miran. A veces se
cuela una mujer en los juegos masculinos de la mirada: es verano y estoy en la
puerta de Alto Palermo; miro a un chico hermoso, musculosa y bermudas, que mira
a una chica; veo a esa mujer porque dirijo mis ojos hacia donde mira él. El círculo
se cierra –muchas veces se cierra–: ella me mira y hace que él dirija su mirada
hacia mí. El me sonríe, pícaro; ella sigue su camino: no vio nada.
Cuando hago el amor con otro varón no
me olvido de mí; siento más intensamente mi cuerpo. Un cuerpo que tiembla desde
la cabeza a los pies; que goza en cada una de sus células. El caleidoscopio de
sensaciones que puede experimentar un cuerpo cuando la recorre una lengua
experta es casi infinito. Igualmente poderoso es el arcoíris complementario:
esas sensaciones inéditas que se sienten como martillos en el cerebro cuando la
lengua propia es la que estimula el cuerpo del otro para que estalle ese
caleidoscopio.
Vivir el sexo como una fatalidad, como
un mandato (al que se cumple o se escapa): eso es el cristianismo. Vivir el
sexo como una posibilidad creadora: ahí está el artista. No se trata de ninguna
“liberación”, sino de inventar placeres nuevos.
El deseo se manifiesta en los
intersticios: me seduce la piel que brilla entre los bordes de la camisa
abierta. Esos caprichos de la piel que sólo tienen sentido para mí. El cuerpo
se ilumina en sus rincones secretos. La piel es lo más profundo que tenemos. Es
una superficie maravillosa que es diferente en cada hombre. Alberto, un
pelirrojo de mejillas coloradas, tiene una piel tan suave que podría
protagonizar un aviso de talco para niños. Oscar tiene poros tan profundos y
tan marcados, especialmente en la espalda, que parece una pieza de cerámica, de
esas que hacen en los talleres que abundan en Barrio Norte. Jorge huele a
lluvia con sudor suave. El todo termina reduciéndose a un fragmento, el que no
se diluye en el olvido final. El fragmento que siempre fue lo esencial: el que
brillaba.
Desde la noche de los tiempos hasta el
siglo IV de nuestra era, en las culturas que conforman lo que llamamos Occidente
no se conoció otro arte de la galantería que no fuese entre varones. Toda la
creatividad sentimental y erótica –incluso sexual, pero no predominantemente
sexual– estaba puesta al servicio de la seducción de otro varón, por lo general
más joven. No había rito de iniciación viril que no implicase relaciones
sexuales y sentimentales entre el iniciado y el iniciador: ambos varones. La
bibliografía académica es tan abundante como poco difundida. Los libros de
divulgación histórica por lo general se autocensuran. Hay manuales que
desmienten lo que afirman las mismas investigaciones en las que se basan: que
en la mayoría de los pueblos indoeuropeos fuesen populares las relaciones
sexuales entre los varones. Según los manuales, lo que cuentan los textos originales
fue mal leído; apenas si se trataba de “ritos2 o “simulacros”.
Las traducciones de los textos griegos
clásicos –incluso muchas de las más “confiables” realizadas hace pocos años, ni
hablar de las que circulaban en Oxford en la época victoriana– suelen
escamotear lo que, con un eufemismo de mal gusto, llaman “el amor griego”. No
alcanza con condenar el amor entre varones; hay que negarlo, volverlo
invisible. La operación no es inocente: la sexualidad entre varones de los
últimos mil quinientos años tuvo que organizarse en torno de esa violencia.
Querelle, la película póstuma de Fassbinder, la
película basada en una de las novelas de Jean Genet, es el poema del amor
viril. Un mundo de varones, sin mujeres. Mejor aún, una sola mujer, Jeanne
Moreau, la dueña de ese prostíbulo sin clientes, está allí para representar la
única mujer posible en un mundo varonil. Tiene algo de madre vencida, de esposa
traicionada, de vieja bruja, de prostituta descartada, casi virginal. Ella
parece entender: canta monótona y reiteradamente los primeros versos de La
balada de la cárcel de Reading, de
Oscar Wilde. “Uno siempre mata lo que ama. . . el cobarde con un beso, el
valiente con su espada.”
Oler el cuerpo de un hombre. No hay
perfume que me resulte más exquisito que el del cuerpo amado unas seis horas
después del baño un día templado de otoño. Pero nunca hay un mismo día templado
de otoño ni un mismo amado: porque hasta el “mismo amado” cambia de otoño a
otoño. Y el mismo otoño tiene el color de nuestro capricho.
Descubrir las imperfecciones es desear
la humanización de los cuerpos. Uno de los momentos más intensos cuando hago el
amor con otro varón es el segundo en el que se produce la caída en la carne, la
expulsión del Paraíso: en ese instante, nadie –ni los dioses del gym ni los
muchachos que un dios amoroso nos envía para que pueblen nuestros más dulces
sueños– puede ocultar sus pequeñas miserias (por ejemplo, esos granitos en las
nalgas). Esa imperfección los completa, los mejora.
En el catecismo de la barrita de la
esquina el erotismo está reducido a la sexualidad y la sexualidad se resume en
los órganos genitales. La mojigata cruzada liberalizadora de los 60 apenas si
aceptó los llamados juegos sexuales –caricias masturbatorias, besos en zonas
menos santas que los labios de la boca– como una forma de “prólogo” para lo que
seguía pareciendo verdaderamente importante: la penetración. Y, sin embargo,
aquí estoy yo sintiendo que el erotismo pone en juego todo mi cuerpo. Ya desde
mi primera eyaculación descubrí que no hay órganos genitales ni zonas erógenas
claramente delimitadas: todo mi cuerpo es erógeno con concentraciones azarosas
de energía erótica.
Los romanos creían que aquellos que
eran penetrados o que practicaban el sexo oral a otra persona no gozaban. Era
la idea de ponerse al servicio del placer del otro la que desvalorizaba esas
prácticas. Por lo tanto, era socialmente reprobable que alguien que era
poderoso se “rebajase” en sus encuentros sexuales. Era mal visto el varón
adulto, libre y rico que se hacía penetrar por uno más joven o de menor status
social. Pero nadie censuraba (era absolutamente normal en términos romanos) que
la situación fuese la inversa: que el más poderoso “gozase” al más débil.
Por eso, para los varones romanos no
había costumbre sexual más reprobable que el practicarle sexo oral a una mujer.
Si había testigos de que un noble o un hombre rico habían cometido semejante
acto, se solía llevarlo al tribunal y este lo declaraba incapaz de manejar sus
bienes. Un varón que se “rebajaba” a semejante cosa ya había “perdido el
juicio” antes de ir a juicio.
Un flash: mi primera visita a un sauna
gay, en Río de Janeiro. Unos cien hombres que vagan por pasillos, cámaras
oscuras, salones “de descanso”. Hay decenas de hombres que entran y salen de la
sala de vapor, del sauna seco, que nadan desnudos en la pileta enorme: todo es
masculino hasta el límite de lo grotesco. Parece una historieta de Tom de
Finlandia: un mundo sin mujeres, sin un solo gesto femenino. No es un espacio
cristiano: los hombres no están en el sauna para reproducir nada (ni gente ni
relaciones sociales ni ideología), sino para producir, para crear nuevas formas
de encuentro, nuevas relaciones. Es un espacio pagano: los convoca el placer,
la alegría de estar vivos. En el sauna –a primera vista, una especie de paraíso
del sexo– surge la posibilidad de desexualizar el placer. Por saturación, por
experimentación, por potencia creativa, el placer deja de ser nada más que
sexual. Un flash.
Nunca supe lo que era la proclamada
pérdida del sentido que ensalzaron los románticos. No sé qué puede ser un
desmayo amoroso, no padecí ningún olvido del ser ni alcancé el nirvana o
cualquier sucedáneo místico a través del sexo. Siempre gozar con otro, gozar
haciendo gozar a otro fue, para mí, una extrema conciencia de los cuerpos: del
mío, pero por sobre todo del otro. Hacer el amor es, para mí, una forma
irreemplazable de conocimiento. Si hay un desmayo es el de las convenciones, de
aquello que creía saber antes de hacer el amor. Lo que descubro ahí no lo puedo
aprender de ninguna otra forma.
Una de las operaciones más exitosas en
la constitución del horror fascinado por el amor viril es la identificación de
este amor con los rasgos más caricaturescos del afeminamiento. Me acosté con
varones que temían, cuando eran niños, convertirse en la loca del barrio. Todos
nosotros creímos, cuando descubríamos el secreto, que nuestros días futuros
estaban condenados a pasar desfilando por la avenida con ese aire lánguido,
esos ojos desorbitados y esos labios fruncidos que sólo saben ofrecer las más
jugadas de las viejas locas de barrio. Esas locas que sólo salen tocadas con
una capelina verde manzana y que para los pañuelos de seda que se ponen en el
cuello no conocen otro color que no sea el rosa Dior.
Entre los hombres con los que tuve
sexo, no hay ninguno que no sea macho: me interesan los hombres viriles. En los
lugares en los que el sexo florece: ahí sólo varones. Me he acostado con tantos
maridos que llegué a sospechar que el matrimonio cristiano es una especie de
test obligatorio para habilitar el sexo entre varones. Recuerdo a un tipo que me
levanté un domingo de octubre a la mañana. Era dulce y zafado a la vez: hacía
el amor con desesperación. Estábamos fumando en la cama cuando sonaron las
campanas de una iglesia cercana: era mediodía. Lo invité a almorzar a un
restaurante cercano al que iba a menudo. “Lo lamento”, me dijo, “me tengo que
ir ya; debo comer con mi familia; hoy mi mujer festeja su primer Día de la
Madre: en abril tuvimos una nena hermosa.”
Desde niño supe que me atraía
exclusivamente la virilidad: los rituales de la construcción del macho, ese
travestismo invisible. No me atraen las locas explícitas, ni nada que se
parezca, aunque sea muy levemente, a una mujer. Por eso no me gustan los
varones melindrosos que ocupan posiciones socialmente altas. No soporto a los
diplomáticos ni a los eclesiásticos. Son demasiado femeninos para mí.
Todos los niños teníamos terror de
convertirnos en la loca del barrio, pero eso no nos privaba de nuestros juegos
eróticos, de esa sexualidad desenfrenada que sólo se puede tener de niño o de
adolescente: nunca me fue más fácil relacionarme sexualmente con varones que en
los últimos años del primario y durante todo el secundario. La infancia porteña
de hace 30 o 40 años era espléndida: los niños jugábamos en la calle
averiguando qué maravillas nos esperaban. Las descubríamos sin maestro. Los
barrios de Buenos Aires son aún un paraíso de bolsillo para los jóvenes que se
acuestan con sus amigos. “Es la ciudad más homosexual de Occidente” (me lo dijo
por primera vez un carioca insaciable y me lo confirmaron neoyorquinos expertos
y romanos que estaban de vuelta de todo). Buenos Aires, la ciudad que tiene un
obelisco como metáfora.
¿Quién es gay? Casi nadie, si uno da
crédito a las revistas dominicales o a la imagen que tienen de ellos mismos los
que se acuestan con varones. En las encuestas sobre sexualidad sólo dicen
pertenecer a las categorías socialmente rechazadas los más valientes de los
militantes sexuales: darle crédito a una encuesta sobre homosexualidad es
enterarse de cuántos militantes hay, no de cuántos hombres se acuestan con
hombres. ¿Qué muchacho “decente” le confesaría a una encuestadora que acaba de
masturbar a un desconocido en la ducha del gimnasio? Hacer el amor entre
varones incluye el no contárselo a cualquiera: el silencio es parte del
erotismo. La inversa del machismo: esa sexualidad en la que acostarse con una
mujer es la excusa para tener algo que contar (aunque nunca contarlo tal como
fue).
Eran nuestras primeras eyaculaciones y
todos los chicos del barrio no nos queríamos perder las primicias. Casi todos
los días nos reuníamos varios –nunca menos de tres o cuatro, a veces éramos
unos 10– a masturbarnos juntos. Así fuimos descubriendo caricias, penetraciones
y demás combinaciones que fueron mi dote para el resto de la vida. Había
algunas normas: entre chicos no había que besarse, eso era mariconería. Pero,
quizá porque la prohibido está para ser violado, más de uno terminaba
besándose. Paradójicamente, yo, la más loca cuando niño, la que estaba
destinada a la capelina y los escupitajos, yo era el más remiso a los besos.
Sin embargo, me era casi imposible negarme: el jefe de nuestra banda no podía
besar otros labios que los míos. El círculo siempre fatalmente se cierra: él y
yo entendíamos todo.
“En este país, para ser homosexual hay
que tener pelotas”, decía una pintada militante de los primeros meses de la
democracia. Un ocurrente de barrio había agregado: “Y culo”. Las pelotas y el
culo: ahí se resume todo el imaginario que gira en torno del amor de los
muchachos. Para mucha gente, de lo que se trata cuando dos hombres hacen el
amor, es de ponerla. El sexo entre varones es visto como una agresión.
A partir del siglo XIII, que es el
momento en el que el cristianismo condenó las relaciones sexuales entre varones
como el pecado más abyecto –hasta ese momento el peor pecado sexual radicaba en
el adulterio–, mantener este tipo de relación se convirtió en algo
extremadamente peligroso: se podía terminar en la hoguera por una simple
denuncia. Aunque a primera vista parezca paradójico, esta represión acentuó el carácter
sexual del amor entre varones. Como en cada encuentro uno se jugaba la vida, la
circulación erótica se hizo extremadamente eficaz, no era cuestión de
convertirse en sospechoso. Reconocer con un solo golpe de vista el deseo del
otro e inmediatamente consumar el acto sexual de la manera más rápida y segura
posible. Esa fue la forma en que pudo sobrevivir el amor a los muchachos en un
mundo atroz: el mundo en el que reinaba la Inquisición y en el que la miseria y
las pestes diezmaban a los que escapaban de la furia eclesiástica.
Pero no había paradoja: la
sexualización de la vida es la operación más exitosa que ha llevado adelante la
cultura cristiana contra la alegría de vivir. A través del sexo nos convertimos
en esclavos. La sexualización absoluta de las relaciones eróticas entre varones
fue admitida porque constituyó, mediante un proceso que llevó siglos, a los
homosexuales, ese grupo capaz de cargar sobre sí todos los estigmas del mal.
Acaba de morir el generalísimo Franco
y mi amigo Moreira está viviendo en España. Llega una de las tantas argentinas
exiliadas y él la hace pasar por su mujer para que la acepten en el edificio en
el que vive. Una noche, ella llega acompañada de un galán que ha conocido en un
tablao: los dos están encendidos por el deseo. El alcohol aumenta la pasión.
Llegan al pequeñísimo departamento en el que ella vive con Moreira y descubren
que él llegó antes con su chico y está en plena fiesta: no pueden entrar.
Tampoco pueden esperar: la amiga argentina y el amigo del tablao se aman en la
escalera. Los gritos y susurros despiertan al portero aún franquista.
Escandalizado y admonitorio, el portero la amenaza con denunciarla ante su
“marido”. Ella ríe y sigue gozando. El portero franquista lo va a ver a
Moreira, que le abre molesto por la nueva interrupción. “Lamento decirle –dice
el portero– que su mujer está en la escalera con otro hombre.” Algo le parece
raro al portero: Moreira está desnudo, en la cama hay un chaval desnudo.
Moreira le responde: “Ella es libre de hacer lo que quiera” y cierra la puerta.
El portero descubrió esa noche que hay algo peor para un franquista que la
infidelidad conyugal: el amor a los muchachos. Moreira –una escena de
Almodóvar, pero en la realidad– es parte de los argentinos que ayudaron a
modernizar España a través del amor.
Vemos un programa de TV. Aparece una
travesti española muy famosa. Mi acompañante es un estudiante del interior que
cursa Comercio Internacional en la UADE. Me dice que esa “mujer” es su tipo.
Cuando le digo que es una travesti casi se desmaya. Se siente estafado. Dice:
“Deberían matar a todos los putos” (no se caracteriza por la originalidad). Le
pregunto si me mataría (él ya sabía). “Quizás exagero, estoy muy tenso”,
agrega. Le hago un masaje, la vieja treta. Es tan lindo que duele mirarlo: se
parece a la felicidad. Esa noche entendió por qué no había que matar a los
putos. Nadie debería ser educado para escupirse a sí mismo.
Niños de la calle: un estilo de afecto
viril. Pasolini es el poeta del amor a los muchachos de la calle, no tanto por
su juventud como por su origen marginal, rayano en la delincuencia. Ese amor
por un tipo de hombre que ya no existía lo llevó a irse cada vez más lejos del
centro cultural europeo. Primero fueron los yires debajo de los puentes de
Roma, la sexualidad neorrealista. Después se trasladó a los suburbios fabriles,
a esos descampados en los que, entre las montañas de basura, encontraba
ladronzuelos ocasionales, jóvenes eternamente desocupados que estaban más
interesados en lo que se iban a comprar con las monedas que le sacaban que en
ese poeta friulano del que no sabían nada más que era un cliente, un “punto”.
Pero que cuando reían iluminaban el mundo. Más tarde fue a los países pobres a
buscar una pureza que no es de este mundo. Pasolini es el poeta de la
intensidad: su obra tanto como su vida dan testimonio de ello. Murió como
vivió, porque vivió arriesgándose en cada encuentro, en cada verso. Su
asesinato fue la primera piedra poderosa que el odio de la muerte lanzó contra
la liberalización de la vida. Una vida que empezaba a florecer después de un
siglo y medio de censura moral. Esa piedra dio en el blanco cinco años antes de
que estallara la gran catástrofe: el sida.
Soy un niño de Palermo que acompaña a
su abuela Angela al velorio de una vecina; se murió doña Ema. Estamos a fines
de los 60. Apenas llegamos veo que entra el hombre más hermoso que yo pudiera
imaginar con mi ya desbocada imaginación de ocho o nueve años: es el nieto de
la difunta (nunca supe su nombre, era El Innombrable). Otra vecina le dice a mi
abuela: “Qué desperdicio, Angela; tan buen mozo y no le gustan las mujeres”. Mi
abuela respondió: “No es un desperdicio, ¿o usted creía que la iba a cortejar?
Siempre es bueno que haya uno en la familia, si no, ¿quién cuidaría de los
viejos?” Sentí terror: sin que lo supiera me habían reservado un lugar en la
economía familiar.
Michel Foucault fue un homosexual
culposo, muy reprimido hasta que descubrió los saunas californianos. El sauna
constituyó un espacio de fantasía: entre sus muros era posible encontrar todos
los tipos de varones que la naturaleza ha creado y era posible también hacer
con ellos todo lo que se desease. Los límites eran pocos. No se trataba tanto
de limitar algún tipo de prácticas sexuales –siempre había un sauna que tenía
una cámara más íntima para hacer cualquier cosa– ni tampoco el problema era que
uno no encontrase partenaire (o grupo de partenaires) que estuviese dispuesto a
compartir su juego –siempre había muchos dispuestos para cualquier cosa, doy
fe–. Los límites del sauna tenían que ver con el anonimato: aunque a veces se
lo violaba (solía haber hombres que querían encontrarse con otros fuera del
sauna, tener con ellos otro tipo de relaciones), la norma era el anonimato
total. El anonimato era esencial para garantizar lo que el sauna ofrecía: sexo
puro, no contaminado por nada. En medio de las barrocas contradanzas que se
llevaban a cabo en ese laberinto de cámaras caldeadas y húmedas, Foucault
descubrió el sadomasoquismo.
Los sadomasoquistas pesados son una
minoría –incluso hasta los que posan de sadomasoquistas son bastante pocos–.
Foucault encontró en el juego violento del amo y del esclavo una forma de
superar la contradicción sociosexual del activo y el pasivo: en el
sadomasoquismo los roles suelen ser rotativos o, al menos, el amo depende tanto
del esclavo como este de aquel, hay un espacio en el que se borran las
diferencias instauradas por ese “quién domina a quién “. Foucault también dijo
que descubrió “en su cuerpo” que el dolor físico era una instancia más profunda
del goce. Todo lo que había pensado hasta entonces se iluminó cuando empezó a
dedicarse al sadomasoquismo. (Es sugestivo que en los estudios académicos
–especialmente en la Argentina– se lea a Foucault separado de su práctica
sexual. Los profesores de filosofía foucaultianos se agarran, como cristianos
del Evangelio, de una admonición del maestro: no leer una obra como reflejo de
una vida. Sin embargo, Foucault no dijo que proponía que dejaran de pensar; hay
formas más sutiles de relacionar vida y obra que la frigidez.)
En 13/20, una revista que estaba
dedicada a adolescentes, yo solía leer el consultorio en el que uno de esos
“especialistas argentinos” respondía dudas de los púberes sobre sexo. Los
chicos escribían cartas cargadas de un infinito pudor, de un temor terrible
porque no tenían a nadie entre sus relaciones a quién consultar. A los que
preguntaban si estaba bien debutar con una prostituta o con una chica a la que
no quisieran, el especialista les recomendaba que lo “mejor” era con alguien
que uno amara. Les “informaba” que se podía tener sexo sin amor, pero que no
era muy satisfactorio. Yo no sé si pudo sobrevivir alguno de los chicos que
dirigían sus preguntas a ese consultorio porque “temían” ser homosexuales y no
encontraban ninguna respuesta satisfactoria. Hay que tener un corazón de fuego
que hiele a todos de espanto para ser capaz de soportar tanta agresión.
En las tristes páginas que los
manuales escolares dedican a la educación sexual lo que se les informa a los
chicos es cómo se produce un embarazo (ni siquiera cómo se lo previene).
Reproducción, deseo y amor celestial: armas para convertir a un niño en un
marido. El sexo diseñado para los machos en la Argentina no tiene nada que ver
con el placer: es pura obligación.
La amistad antigua fue la más creativa
forma de encuentro entre varones. La amistad conjugaba afecto y erotismo:
amores intensos. Permitía alianzas poderosas. De la amistad nacieron nuevas
formas de reinventar la vida. Por eso la amistad ha sido tan perseguida desde
la Revolución Industrial: desde que el poder ha transformado a la vida en un
deber, el placer es acorralado (la única forma de erotismo admitida es la sexualidad,
el placer esclavizante).
La amistad antigua –que hasta el siglo
XVIII permitía expresar públicamente el amor a los muchachos– se fue apagando y
transformándose en el fantasma insepulto de lo que había sido. Además quedó
confinada a unos pocos ámbitos (las alianzas secretas que funcionan dentro de
las instituciones masculinas y que resultan incomprensibles fuera de ellas, las
cofradías barriales, laborales, estudiantiles) y algunos momentos precisos en
la vida de los hombres: mientras permanecen solteros o separados (los hombres
casados son “amigos” de otras parejas). Pero aun así sigue cargada de potencia
creadora: es una fuente de donde puede brotar el amor en medio del deber.
Foucault creía que en el futuro la
amistad podría llegar a ser una estrategia para escapar de la sexualización,
para reinventar la vida. Para mí, la amistad es la apuesta a la celebración del
mundo. Un amor no cristiano.
Platón tenía razón: la belleza es la
imagen sensible de la sabiduría. Es por medio del amor a los cuerpos bellos que
alcanzamos a entender algo. Si no pudiésemos contemplar a los muchachos de los
gimnasios atenienses, viviríamos en la bruma de la ignorancia hasta la muerte.
Pero mi deseo no se alimenta sólo de hombres bellos: a mí me gustan todos. Soy
como Dios (al menos, como un dios griego que ama el lado viril del universo):
veo en cada cosa aquello que puede salvarla.
Conocí el encuentro furtivo, en el
baldío barrial, en el zaguán de Palermo Viejo, en las escaleras de un edificio
de oficinas, en un par de ascensores y en algunos baños públicos –no en muchos
porque no es mi estilo–. Conocí relaciones que duraban horas, días erectos, una
especie de tantra-yoga autodidacta. Conocí todos los secretos del amor
sofisticado, austrohúngaro, de ese erotismo que creo que Tom Cruise también
conoce (al menos por su actuación en Ojos bien cerrados, donde se lanza a la búsqueda de
perversiones que ni él mismo sospecha).
La belleza me convoca con tanta fuerza
que me deja exhausto; llega a dolerme. Como dice Lucrecio que le pasa al
sediento en un sueño, que por más que beba de una fuente inagotable la sed no
cesa, así de desamparado me siento frente a la belleza: deseo incorporarla,
participar de ella. El verano es atroz, los cuerpos semidesnudos pueblan las
calles, las plazas, las playas. Esos ojos hermosos, ese lunar en el hombro, ese
pecho sólido: la juventud hermosa tiene privilegios que ninguna ley puede
acotar. Por suerte, existe la voz: no sólo en las banalidades del discurso hay
un espacio para calmar el deseo, sino también en los tonos. A veces un tono me
salvó de morir de belleza.
Estoy esperando un colectivo y veo
cruzar a un muchacho. Lo miro y no lo creo: es perfecto. Se para al lado mío.
Lo siento ahí. No hace falta mirarlo para sufrirlo. El ni se da cuenta de nada:
los jóvenes bellos viven en una especie de limbo del que se despiertan ya
viejos y cansados (a los baby-face les va peor: después de los 40
todos se transforman en la abuela de Caperucita Roja: Paul McCartney, por
ejemplo). El colectivo tarda y yo giro cada tanto la cabeza para verlo y vuelve
a agitarse mi respiración. De pronto saca el teléfono celular de su cintura y
llama a alguien. Tiene una voz que me recuerda a la de Niní Marshall cuando
interpretaba a Catita. Esa voz lo vuelve terrenal, tan terrenal que se
transforma en barro. (Recuerdo un verso profético de Baudelaire: “Sé bella y
cállate”.)
Lutero tenía razón: la única manera de
alejar el pecado es entregándose íntegramente a él. Peca
fortiter (peca con
fuerza, en latín). El deseo es terrible; su agitada luz nos convoca con una
potencia que estremece. Hay veces que deseamos no desear, pero estamos
condenados a vivir (a desear). En la primavera democrática del 84 al 86 hice el
amor varias veces al día, casi cada día: en esos más de mil días conocí también
a más de mil hombres. Apenas salía a la calle aparecía una nueva oportunidad
erótica irrechazable. Y yo no la rechazaba. La carne es débil.
Era un vértigo como no recuerdo otro
(sólo comparable con los recorridos por los saunas brasileños de la época
anterior al estallido del sida). De tanto hacer el amor, llegó un momento en
que empecé a sentirme vacío. Alcancé un estado que creía imposible: el deseo no
desapareció, pero dejó de desear, de herirme con sus urgencias. Era una
experiencia extraña, parecida a la que los budistas adjudican al Nirvana: ese
fin del deseo que es necesario para acceder a la iluminación, al estado
perfecto. Pero no era un Nirvana real, completo ni permanente. Era un Nirvana
de bolsillo, portátil, que duró mientras hubo saciedad sexual. Apenas el aleteo
de una mariposa.
Fue un momento maravilloso, quizá
irrepetible, en el que no hacía falta que nada tuviera sentido. Fue una época
celestial: yo sentí que me había liberado de ese deseo perverso que nos lleva a
obligar al mundo a nos dé una excusa para que nos dignemos vivir. Ese vacío que
alcancé gracias al placer sexual no fue una experiencia nihilista: fue el
instante de la lucidez.
(Esta nota fue publicad por la revista
Latido hace casi 15 años)
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