El ser humano tiene la capacidad infinita de inventar, de reinventar, de distorsionar, y, por supuesto, de mentir. En ocasiones, el hilo entre la invención y la mentira es muy tenue, tanto que con frecuencia la inteligencia es capaz de volverlo invisible y de deshilacharlo para que sea imposible saber dónde empieza una y dónde termina otra.
En otros momentos, la astucia y la imperiosa necesidad de “ser”, de fabricar verdades propias y de deformar la realidad enlaza invención y mentira con una verosimilitud impecable e implacable. La invisibilidad del hilo depende de las virtudes de quienes las tejen y las destejen, de quienes las oyen y las desoyen. La implacabilidad de la calumnia suele tener consecuencias funestas que casi nunca paga quien las dijo.
El oficio de mentir es oficio humano inmemorial. Mucho se gana cuando se miente con inteligencia. Los refranes populares aseguran, con sabiduría, que una mentira dicha mil veces es una verdad. El arte de engañar requiere de las virtudes de quien las dice –suele ser más complicado mentir que decir la verdad– y la complicidad de quienes las aceptan. Las falsedades generan múltiples desencuentros, personales y sociales. Si bien los embustes individuales sólo dañan a los directamente implicados los generalizados conllevan todo tipo de mermas.
Buen ejemplo de esa trama es la reciente invasión rusa a Georgia, la agresión de Georgia contra las provincias aliadas a la égida de Vladimir Putin y el intento de diálogo entre Rusia, la Unión Europea y Estados Unidos. Esa trama, de la cual sabemos mucho menos de lo que creemos, conlleva una carga de “mentiras estratégicas” y de “mentiras acomodaticias” que sirven a los responsables de ese juego, donde los perdedores de hoy fueron los ganadores de ayer. Ese círculo sin fin –ganar ayer, perder hoy– depende mucho de la capacidad de sostener las mentiras.
La guerra en Georgia, con sus muertes, “abrió” a Occidente los libros escolares rusos. En ellos se lee que Stalin fue “el gobernador ruso del siglo XX de más éxito”; se dice, además, que las matanzas perpetradas por Stalin fueron un “medio necesario, si bien excesivo, para mantener la disciplina”. Aparentemente, la población rusa de hoy cree que esos argumentos no son sólo veraces, sino que son “verdades históricas”, es decir, pruebas que ahora, después de muchos años, muestran que Stalin actuó bien por lo que será prudente rehabilitarlo. Ese embuste rige y regirá porciones de la nueva conciencia del pueblo ruso. Sus consecuencias son y serán funestas: son muchos los periodistas asesinados por disentir con el régimen actual. No creo que el genocida ruso hubiese pensado o soñado que algún día sería desenterrado.
Una mentira escrita en millones de libros escolares se convertirá pronto en verdad. Quizás seamos testigos, en el futuro mediato, del resurgimiento de la nueva Stalingrado y de la construcción de nuevas estatuas con la imagen de uno de los asesinos más despiadados de la historia. No seremos testigos de la elaboración de rotondas que dignifiquen la trascendencia de la mentira.
Escogí el periplo de Stalin al azar, no porque sea peor que otros estalin, para agruparlos bajo el mismo apellido, sino porque tengo la información a la mano. No sé si sea correcto decir que la Rusia de Vladimir Putin se encuentra inmersa en un periodo de desestanilización estilo Putin, pero, pensarlo, por lo menos pensarlo, es obligatorio.
Muchas de las historias que hoy leemos en los periódicos podrían ser contadas bajo lupas similares. Los meollos de esos embustes son los daños que conllevan esa deformación de la realidad y el cobijo que tienen esas historias. Mentir es buen oficio. La historia, tan endeble, tan humana, lo sabe. El ser humano también.
Como en tantas ocasiones, la pregunta es: ¿qué hacer? El hilo que corre entre verdad y mentira muchas veces es casi invisible, impalpable. Aunque sabemos lo que deseamos poco ha sido y poco será lo que se consiga por medio de la fuerza de la razón. Sin embargo, de algo sirve denunciar a los mentirosos. Exponerlos y rayar su historia y las de sus seres cercanos sirve. Algunos, como el matrimonio de los sátrapas rumanos Cseausescu acabaron en el patíbulo –qué bueno. Otros, como Augusto Pinochet, fueron exonerados por la muerte –qué malo.
De nuevo pregunto, ¿qué hacer? Demasiado han construido quienes, a pesar de los costos para la sociedad y para el mundo, han erigido verdades a partir de mentiras.
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